Adolescencia, Género y Derechos Humanos:
“Los Estados Partes respetarán los derechos enunciados en la presente Convención y asegurarán su aplicación a cada niño sujeto a su jurisdicción, sin distinción alguna, independientemente de la raza, el color, el sexo, el idioma, la religión, la opinión política o de otra índole, el origen nacional, étnico o social, la posición económica, los impedimentos físicos, el nacimiento o cualquier otra condición del niño, de sus padres o de sus representantes legales.” Artículo 2, Convención sobre los Derechos del Niño.
“A los efectos de la presente Convención, la expresión
́discriminación contra la mujer ́ denotará
toda
distinción, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga por objeto o
por resultado menoscabar
o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer, independientemente
de su estado
civil, sobre la base de la igualdad del hombre y la mujer, de los derechos
humanos y las libertades
fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural, civil o en
cualquier otra
esfera.”
Artículo
1, Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra
la Mujer.
¿Qué podemos decir sobre los adolescentes que represente a todos, a todas y a cada uno de los que leerán este artículo? Que son titulares de un abanico de derechos consagrados.
Existen algunas circunstancias
de sus vidas que les ofrecen oportunidades, restricciones y experiencias
muy distintas a cada uno. Hay quienes trabajan desde chicos y quienes dejan la
escuela antes de finalizarla. Hay quienes cuidan sus casas o sus hermanos
menores. Hay quienes son madres desde muy jóvenes. Y cuando notamos
estas diferencias comienza la complejidad de la definición o de la
mirada de los adolescentes bajo un mismo paraguas. Pues cada una de estas
situaciones repercute en distintos aspectos de la vida y, a menudo, obstaculiza
el pleno ejercicio de sus derechos humanos.
Entre
los ordenadores de algunas de las desigualdades mencionadas, encontramos
claramente la clase social de los hogares de los que provienen, los ámbitos de
residencia, los niveles educativos, la etnia y, también, uno que está presente
en cada uno de los mencionados, el género. Pero: ¿de qué hablamos cuando
hablamos de género? ¿Cuál es su relación con los derechos de los y
las adolescentes?
Intentaremos reflexionar sobre las formas en las que elaboramos la masculinidad, la feminidad y las relaciones sociales a partir del género, observando la existencia de desigualdades o de jerarquías que se producen a través de procesos complejos y, por momentos sutiles, que de algún modo se “revelan” o cobran una significación particular durante la adolescencia. En otras palabras, vamos a tratar algunas cuestiones referidas a ser varón o ser mujer adolescente y su relación con el ejercicio de los derechos humanos de unos y otras.
Para ello, se presentará
inicialmente el marco de los tratados de derechos humanos de los y las adolescentes,
sugiriendo una lectura articulada entre la Convención sobre los Derechos del
Niño
(CDN)
y la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación
contra la Mujer (CEDAW). Posteriormente, se abordará algo de
la historia y el significado del concepto de género y su
relación con el ciclo vital y, finalmente, se presentará información sobre la
educación, la salud, el trabajo y la participación de los/as adolescentes en la
Argentina, a partir de una mirada de género y de derechos
humanos.
Históricamente, la infancia y la adolescencia han sido
reconocidas como etapas de necesidades particulares, pero la visión
de que esta población tenía además, y sobre todo, derechos exigibles fue,
para algunos autores, una de las grandes novedades inauguradas por la
Convención sobre los Derechos del Niño.
A
partir de la firma y ratificación de esta Convención, los adolescentes
comienzan a participar de parámetros de dignidad universales, que
abarcan aspectos de salud, educación, protección, participación y acceso a la
justicia. El principio de universalidad indica que todas las personas tienen
los mismos requerimientos básicos para una vida digna y, por tanto, deben tener
iguales oportunidades para su satisfacción.
Sin
embargo, decir que los derechos son iguales para todos no significa que, en el
plano individual, las personas sean idénticas entre sí ni que tengan las mismas
condiciones de desarrollo social y personal. Tampoco supone, en el plano
social, que estén dadas las posibilidades de ejercer
estos
derechos en igual medida para todos, ni siquiera oculta que existen barreras
que hacen que algunos grupos se encuentren más obstaculizados que otros
para lograr su satisfacción.
Precisamente,
o más bien justamente, la idea de igualdad remite a la necesidad de equiparar
las diferencias
entre las personas y sus circunstancias bajo un parámetro de dignidad mínima
que
sea
común para todos. Por ello, nos permite ver y cuestionar la existencia de
desigualdades en el ejercicio de derechos como parte de un
proceso producido social e históricamente y, por tanto,
nos
invita a identificar oportunidades y herramientas para la equiparación de
derechos, asumiendo que se trata de un proceso que debe construirse.
Así, el principio de igualdad representa un horizonte, un
punto de llegada y, como tal, no está dado sino que tiene que ser
construido a través de instrumentos específicos.
Un
ejemplo de esta construcción se encuentra en la evolución de leyes en relación
con la definición de electores en la Argentina. Hace menos de 100 años, votaban
únicamente los hombres con determinados niveles educativos. En
1912, la Ley Sáenz Peña extiende este derecho para todos los varones
mayores de 18 años dispuestos a hacer el servicio militar. A pesar de que la
ley fue denominada Ley del Sufragio Universal, se continuó excluyendo a las
mujeres. Recién en 1947 las mujeres accedieron por primera vez al voto.
Vemos con ello que la igualación de derechos entre las personas requiere de un proceso social y político que debe incluir transformaciones sostenidas, tanto en términos de especificación de derechos y equiparación de oportunidades, como en lo relativo al fortalecimiento de capacidades para que aquellos grupos sobre los que pesa una discriminación de cualquier tipo puedan demandar por sus derechos.
En 1948 se aprobó la Declaración Universal de los
Derechos Humanos y en la segunda mitad del siglo XX, se produjeron una serie de
declaraciones que iniciaron el proceso de redacción y firma de otros
instrumentos jurídicos internacionales sobre la materia. Entre ellos, se
cuentan la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de
Discriminación contra la Mujer, aprobada en 1979 y la Convención sobre
los Derechos del Niño, adoptada en 1989.
Esto
nos sitúa en un mundo de alto grado de dinamismo. Las necesidades de la gente
se redefinen por múltiples motivos, ya sean históricos, económicos, sociales,
culturales o tecnológicos.
Cambian
las relaciones entre el individuo y su colectividad y las del individuo con el
Estado. Y, en este mapa de transformaciones, los enunciados de los
derechos humanos también cambian y se
perfeccionan
a lo largo del tiempo.
Pero el dinamismo de los
derechos humanos posee una característica singular pues, en ningún caso, pueden
cambiar sus postulados en aras de restringir derechos de las personas. Una vez
que la
comunidad
internacional ha consensuado lo que considera parámetros mínimos universales de
dignidad
para la gente, siempre podrá extender la pauta sobre lo que considera “mínimo”
–ya sea
mediante acuerdos internacionales o a través de leyes nacionales–, pero no
puede retroceder en esta definición sin vulnerar derechos
básicos de las personas.
Por
eso, suele decirse que los derechos humanos sólo se modifican para ampliarse. Y
esta ampliación puede
entenderse de tres maneras. En primer lugar, para reconocer más derechos a las
personas.
En segundo término, para especificar aquellos que se adscriben a poblaciones
particulares en función de una discriminación existente. Y, por último, para
hacer cumplir derechos que ya han sido reconocidos.
Dentro
de este marco –la ampliación de los derechos humanos–, proponemos un análisis
conjunto y articulado de los derechos de los adolescentes y de las mujeres,
procurando enriquecer la mirada sobre la particularidad del ciclo vital
incorporando un enfoque de género.
Así
como el ser niño/a o adolescente ha sido la materia sobre la cual se han
especificado los derechos en la CDN, la cuestión de género –aquello que se
considera “propio” de hombres o de mujeres y las relaciones desiguales que se
crean a partir de ello–, también ha constituido un eje sobre el cual se
formularon derechos en función de promover la plena igualdad entre los hombres
y
las mujeres, a través de la Convención sobre la Eliminación de todas las formas
de Discriminación contra la Mujer –conocida como CEDAW, por sus siglas en
inglés.
Ahora bien, lo que encontramos en la realidad son sujetos que participan de ambas características a la vez en algún momento de su vida. Vale decir: mientras son adolescentes, también son mujeres o varones. Por eso, el leer en simultáneo los derechos referidos a su ciclo vital y a su pertenencia de género debería enriquecer su promoción integral y, con ello, la creación de condiciones favorables para el logro de la igualdad de género.
Es sabido que la Declaración
Universal de Derechos Humanos, de 1948, fue el primer tratado internacional
sobre derechos aprobado por las Naciones Unidas. Varios
años más tarde, en 1979, se aprobó la CEDAW, a fin de orientar las
medidas necesarias para alcanzar la igualdad entre los hombres
y las mujeres. Sus postulados se centraron en áreas como la salud, la
educación, la justicia, el trabajo y la participación política.
La
importancia de la CEDAW consiste en que no sólo reconoce la existencia de
discriminaciones en función del sexo y exige un trato igualitario
para hombres y mujeres, sino que prohíbe explícitamente cualquier tipo de
práctica que perpetúe la desigualdad.
La LEY Nº 26.485
“Ley de Protección Integral para Prevenir,
Sancionar y Erradicar la Violencia
contra las Mujeres en
los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales” promulgada en
2009 tiene por objeto promover y garantizar:
a) La eliminación de la discriminación entre
mujeres y varones en todos los órdenes
de la vida;
b) El derecho de las mujeres a vivir una vida
sin violencia;
c) Las condiciones aptas para sensibilizar y
prevenir, sancionar y erradicar la discriminación
y la violencia contra las mujeres en cualquiera de sus manifestaciones y ámbitos;
d) El desarrollo de políticas públicas de
carácter interinstitucional sobre
violencia contra las mujeres;
e) La remoción de patrones socioculturales
que promueven y sostienen la desigualdad
de género y las relaciones de poder sobre las mujeres;
f) El acceso a la justicia de las mujeres que
padecen violencia;
g) La asistencia integral a las mujeres que
padecen violencia en las áreas estatales
y privadas que realicen actividades programáticas destinadas a las
mujeres y/o en los servicios especializados
de violencia.
Esta ley garantiza todos los derechos reconocidos por la Convención para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, la Convención sobre los Derechos de los Niños y la Ley 26.061 de Protección Integral de los derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes.
- En 1789 se redactó en Francia la primera Declaración sobre los Derechos del Hombre. En ella, la idea de “hombre” se restringía literalmente a personas de sexo masculino, que además debían ser propietarios de tierras. Ni los hombres pobres, ni las mujeres, ni los niños estaban incluidos en el universo de los titulares de derechos. Aun cuando se había dado un primer paso en la noción de derechos civiles y políticos, aún era muy restringida.
- El tema de la violencia no fue incluido en la CEDAW, pero fue retomado en una convención más reciente que es la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (conocida como Convención de Belem do Pará de 1994).
Mientras la CEDAW impulsó el consenso internacional para eliminar la discriminación basada en el género, la Convención sobre los Derechos del Niño, de 1989, enfatizó sobre la consideración de la infancia y la adolescencia como etapas de la vida con derechos particulares. En efecto, la CDN también reconoce a los niños, niñas y adolescentes sus derechos a la educación, la salud, la protección de cualquier forma de explotación, el acceso a la justicia y la participación en todos los aspectos que afectan sus vidas.
. El surgimiento del concepto de género:
Así como hemos dicho que la igualdad de derechos humanos no es algo naturalmente dado sino que se construye a través de mecanismos específicos, podemos sostener igualmente que los modos de ser hombre o mujer en determinada sociedad son igualmente dinámicos y producidos a través de complejos dispositivos sociales. Se nace hombre o mujer en cualquier lugar de la geografía mundial. Este hecho remite a una característica biológica: la diferencia sexual. Pero ¿cuál es el significado de ser hombre o ser mujer en cada sociedad? ¿Cuáles son los espacios, actividades, definiciones corporales y hasta emociones reservados para unos u otras? ¿Cuáles son las prácticas sociales en relación a la distribución del trabajo y la distribución de los recursos entre hombres y mujeres? Estas preguntas ya no remiten a un signo biológico sino que indican una dimensión cultural: el género. En efecto, el concepto de género se refiere a la construcción social y cultural que se organiza a partir de la diferencia sexual. Supone definiciones que abarcan tanto la esfera individual (incluyendo la subjetividad, la construcción del sujeto y el significado que una cultura le otorga al cuerpo femenino o masculino), como también la esfera social (que influye en la división del trabajo, la distribución de los recursos y la definición de jerarquías entre unos y otras).
Al ingresar en la adolescencia, ya se han atravesado las etapas de socialización de la infancia. Los y las adolescentes ya habrán recibido de sus padres, madres, docentes y otras personas cercanas, una cantidad de ideas sobre lo que hacen, pueden y deben hacer los varones o las mujeres. Ya han preguntado, cuestionado y/o asimilado aquellos énfasis sobre sus diferencias. Ya saben que se espera que un varón sea fuerte, inquieto, activo, inteligente, racional, que no llore y que enfrente desafíos. Saben que de una niña se espera que sea suave, dulce, menos activa, sensible, perceptiva, emotiva, prolija, coqueta y dispuesta a colaborar en las tareas del hogar. Las niñas ya habrán recibido muñecas, juegos de maquillaje y ollitas para sus cumpleaños y los varones: portaaviones, juegos de ajedrez y pelotas de fútbol. Quizá, como excepción, hayan accedido a algo más “típico” del otro género o bien hayan tenido algunos juguetes o recursos neutrales en este sentido, pero en tales casos, ya son capaces de distinguir entre la norma y la excepción.
El 9 de mayo de 2012 se sancionaba la Ley n° 26.743 de Identidad de Género en la Argentina, una medida pionera en el mundo que reconoce el derecho de las personas a ser inscriptas en su DNI acorde con su identidad de género. Un resultado de la lucha colectiva que permite construir una sociedad con más derechos, igualdad e inclusión.
La Ley de Identidad de Género, la primera en el mundo que no patologiza las identidades trans y permite acceder al cambio registral a través de un simple trámite administrativo, sin necesidad de acreditar pericias médicas, intervenciones quirúrgicas o tratamientos hormonales.
La Ley, sancionada el 9 de mayo y promulgada el 23 de mayo, entiende la identidad de género autopercibida como "la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente, la cual puede corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del cuerpo.
Un reciente informe del Registro Nacional de las Personas (Renaper) sostiene que en estos diez años, 12.655 personas modificaron su DNI por la ley de Identidad de Género.
El organismo informó que en 2021 fueron 515 las personas trans y no binaries que gestionaron un nuevo documento. De ese total, 151 personas se autoperciben como feminidad trans, 255 como masculinidad trans y 109 como no binaries.
Fuente: Fragmentos de “Proponer y dialogar. Temas jóvenes para la reflexión y el debate”.
¿Qué entendemos por salud mental?
La manera de concebir y abordar la salud mental ha variado a lo largo de la historia. Resulta ilustrativo ejemplificar cómo se pensó la locura en diferentes contextos históricos. Por ejemplo, durante los siglos XIV y XV se la interpretó como peligrosa; y «las personas locas» eran perseguidas por considerar que habían pecado con el diablo. También eran vistas como peligrosas las brujas, a quienes durante el año 1300 en Europa se condenaba a la hoguera. En la modernidad, con la aparición de la medicina científica y la psiquiatría, la locura se medicaliza y «las personas locas» pasan a ser enfermas mentales, despojándolas de los atributos considerados necesarios para vivir en sociedad. Se sostiene así la presunción de peligrosidad y por ende la estrategia del encierro y la exclusión.
Desde ese momento hasta la actualidad, lentamente se empieza a visibilizar un posicionamiento crítico de esta mirada enfocada exclusivamente en la enfermedad mental, para construir otra que contemple la integralidad de las personas y se ancle en una perspectiva de derechos. Para ello, fue y es fundamental el aporte de los movimientos que recuperan las voces de quienes utilizan los servicios de salud mental que se oponen al encierro y al aislamiento como tratamiento prioritario ante problemáticas de salud mental, e invitan a pensar la importancia de sostener los vínculos familiares y comunitarios.
En nuestro país existe desde 2010 la Ley Nacional de Salud Mental (N.° 26.657), la cual fue reglamentada en 2013. En ella, en su artículo 3, se define la salud mental como «un proceso determinado por componentes históricos, socioeconómicos, culturales, biológicos y psicológicos, cuya preservación y mejoramiento implica una dinámica de construcción social vinculada a la concreción de los derechos humanos y sociales de toda persona». A la vez, reconoce a las personas con padecimientos subjetivos como sujetos de derecho y establece que los abordajes de las problemáticas de salud mental deben ser intersectoriales, interdisciplinarios y comunitarios. Hablar de padecimientos —y no de trastornos o patologías mentales— es entender la salud mental como el resultado de procesos singulares y colectivos y acentuar su carácter multideterminado.
Esta perspectiva requiere pensar la salud mental en articulación con el proceso de salud mental en general. En lugar de centrarse en aspectos meramente individuales y patológicos, pone el acento tanto en la dimensión subjetiva y singular del sufrimiento (diversidad de formas en que puede presentarse) como en la dimensión colectiva (condiciones de época, históricas, económicas, culturales, económicas). Reconoce el modo en que lo genérico social se singulariza, se presenta de manera singular en cada persona.
Proyecto de vida:
Al reflexionar sobre un proyecto para la vida, puede ser a corto o a largo plazo y formar parte de las actividades cotidianas, es importante pensar acerca de la motivación. Desde la psicología nos podemos preguntar qué es lo que nos lleva a dedicar nuestra vida a actividades como trabajar, estudiar, cuidar nuestra familia, aprender un oficio, un idioma, un deporte, planificar un viaje, realizar actividades solidarias, etc., ¿qué es lo que nos mueve? ¿Qué impulsa nuestras acciones sobre el mundo, sobre nosotros mismos y sobre los otros? ¿Cuáles son los motivos que guían nuestras formas de actuar?
La palabra motivo proviene del latín movere, que significa mover, poner en marcha. Los motivos que explican la conducta humana son muy diversos, intelectuales, afectivos, éticos, emocionales, instintivos.
La motivación es un proceso psicológico que determina la planificación y acción del sujeto; este proceso no es simplemente cognitivo, porque la energía que proporciona la motivación tiene un alto componente afectivo. Se incluyen en este proceso motivacional todos aquellos factores cognitivos y afectivos que influyen en la elección de una acción que busca alcanzar un fin determinado.
Teorías de la motivación: En la ciencia psicológica podemos encontrar diferentes teorías que explican la motivación.
Teorías psicoanalíticas: Para la perspectiva psicoanalítica, el rasgo que define los motivos humanos más profundos es su carácter inconciente. El deseo constituye el motivo o motor privilegiado de las acciones humanas. Las personas son movidas o impulsadas por una fuerza energética inconciente que Freud denomina pulsión (impulso o fuerza constante). El psicoanalista francés Jacques Lacan retoma las teorías freudianas y enfatiza el papel del deseo, y sostiene que el deseo es siempre insatisfecho por lo que es una fuerza impulsora de las acciones humanas.
Teorías del aprendizaje: Enmarcadas en la tradición del conductismo, las teorías del aprendizaje explican la conducta humana como efecto de un aprendizaje, por lo tanto plantean que toda motivación es resultado de un aprendizaje, en donde la conducta se condicionó por reforzamiento. Las asociaciones entre la conducta y la recompensa recibida están influidas socialmente y son producto del ambiente cultural de cada sociedad. La valoración social de un logro intelectual (por ejemplo obtener un título universitario), o de un logro material (como tener una mayor capacidad económica), puede ejercer influencia en la motivación personal para buscar esas recompensas.
Teorías cognitivas: Plantean que los motivos de la conducta se explican por las representaciones mentales de la realidad, es decir por las ideas o esquemas de conocimiento de las personas. Se construyen motivos sociales, es decir tendencias de acción referidas a determinadas conductas y deseos que se activan en contextos sociales, como los motivos de logro (interés por conseguir resultados gracias a un buen desempeño personal), los motivos de afiliación (interés por establecer y mantener relaciones afectivas con otras personas) y los motivos de poder (poder intervenir, que nuestras opiniones sean tenidas en cuenta).
Un proyecto de vida es la planificación de acciones destinadas a superar el presente y abrirse camino hacia el futuro. La realización de un proyecto da lugar a la construcción de nuevos proyectos.
Un proyecto siempre estará conformado por metas que se deseen alcanzar, por motivaciones, por los medios necesarios para cumplir esas metas y una planificación del tiempo. Existen diferentes clasificaciones posibles de los proyectos de vida, podría ser por ejemplo abierto o cerrado; es abierto cuando admite la integración de experiencias y significados nuevos, lo que lo torna flexible y permeable a la experiencia. En un proyecto cerrado, en cambio, no se puede integrar lo imprevisto. Es un proyecto rígido que pretende ser absoluto, que no se adapta a los cambios. Por ejemplo una persona que estudia una carrera universitaria y al mismo tiempo trabaja y debe realizar un cambio de trabajo, debiendo adaptarse a su nuevo entorno laboral y reorganizar sus tiempos para el estudio, si su proyecto es abierto podrá adaptarse a las diferentes situaciones sin abandonar su proyecto estableciendo objetivos a corto plazo que le permitirán alcanzar los objetivos a largo plazo. Un proyecto puede ser complejo o simple. Es complejo cuando abarca áreas amplias de experiencia, por ejemplo el tipo de inserción laboral que se desea; un proyecto simple abarca un sector limitado de experiencia, es un objetivo concreto el que se busca alcanzar, por ejemplo terminar la escuela. Puede ser comprometido o no comprometido, un proyecto se diferencia de otro por el grado de compromiso que genera en la persona que lo lleva a cabo. El proyecto no comprometido se queda en las palabras, no avanza en la concreción de metas. Independiente o dependiente; esta diferencia se refiere a la capacidad de una persona para elaborar un proyecto propio o aceptar el que otros le formulen. Ningún proyecto personal es totalmente obra de uno mismo, ya que en su elaboración están presentes todas las influencias que el sujeto ha recibido a lo largo de su vida, pero se trata de una cuestión de grados. Algunas personas aceptan seguir los caminos que otras personas trazan para ellos, y los hacen suyos, mientras que otras no descansan hasta elaborar proyectos a los que sienten realmente como propios.
Durante la adolescencia los jóvenes construyen su proyecto de vida a partir de su experiencia, teniendo en cuenta sus intereses y motivaciones, y las alternativas concretas que le ofrece el ambiente en el que viven. A diferencia de lo que ocurre en la niñez, en la cual un proyecto se basa fundamentalmente en los deseos, a partir de la adolescencia los proyectos se apoyan en la realidad, aunque su motor siga siendo el deseo de alcanzar las metas planteadas. La capacidad de organizar un plan para la consecución de dichas metas es una característica que se alcanza en la adolescencia; el proyecto se va construyendo muchas veces por ensayo y error, por lo que muchas veces se toman caminos que luego son abandonados frente a otras alternativas; no es posible pensar en un proyecto de vida acabado y completo, el proyecto siempre se está reelaborando, y el realizar un proyecto da lugar a nuevos proyectos, con objetivos a corto plazo y otros a largo plazo.
Fuente:
Kornblit, Ana Lía. Psicología. Ed. Mc Graw Hill. Chile. 2004.