Una
problemática para reflexionar
No
se puede negar que las drogas son una presencia real y tangible en la sociedad
de hoy. El uso indebido de drogas constituye un tema de creciente alerta para
todos los que trabajan, de una u otra manera, con adolescentes y con jóvenes y
también para la familia. De la misma manera, resulta un dato concreto de nuestra
realidad cotidiana el aumento del tráfico de drogas como también del consumo de
las mismas, hecho constatable sobre diversas sustancias, tanto legales como
ilegales. Sin embargo, también es cierto que estos datos concretos sirven de
coartada para planteos que buscan, en nombre de la salud, suprimir libertades y
derechos.
Es
obvio que no es admisible que alguien esté a favor, o favoreciendo, la destrucción
de la salud bio-psico-social de las generaciones más jóvenes. Pero resulta ser
una visión simplista el atribuir todos los males sólo a las drogas. Nos es
preciso reflexionar sobre complejas condiciones sociales a las que es factible
atribuir el fomento de diversos tipos de conductas inmediatistas; conductas que
implican un descuido de los adolescentes y jóvenes, donde ellos son expuestos o
se exponen a situaciones de riesgo. La falta de proyectos individuales o
sociales de largo alcance, la falta de posibilidades de incluirse
constructivamente en la gestión del futuro o en las estructuras que la sociedad
dispone para la realización de los individuos son algunos de los temas
acuciantes de este presente. Un presente en el que los jóvenes y los adolescentes
se ven sometidos a la crisis que genera la pobreza o un mercado laboral sin
muchas perspectivas, con la dura exclusión que para muchos se asoma luego de
las promesas muchas veces incumplidas de la escuela. El resultado es una
situación poco favorable a una realización que se avizore como posible, para
estas jóvenes generaciones de ciudadanos.
Insistimos
en que las drogas están cada vez más presentes en la vida cotidiana de amplios
sectores de nuestra sociedad. Sin embargo, decir esto es decir las cosas por la
mitad. Cuando las opiniones son simples generalizaciones sobre el tema y se
suceden sin demasiadas consideraciones ajustadas a tan compleja problemática
contribuyen, más que a resolver el problema, a su confusión y oscurecimiento.
Una de esas opiniones, en muchos casos reflejo de honestas preocupaciones, ejerce
lo que se ha denominado una “demonización de la sustancia”.
Mediante
esta operación, se coloca toda la fuerza plausible de activar la dependencia
únicamente en la sustancia que se incorpora y se desvía la atención hacia un
terreno confuso, donde se convierte al sujeto en un simple derivado del objeto
con el que se relaciona. De este modo, se ha transformado al sujeto en un
curioso “objeto de la droga”. Se encienden todas las alarmas contra la ingesta y
hasta el sólo contacto con las drogas, como si esto bastara para generar un
adicto. Entonces, a partir de una preocupación necesaria y legítima, se pasa a
un conjunto de restricciones: “no salgas, no te relaciones con tales o cuales,
evitá el contacto con…”; en fin, imperativos morales estrictos que pasan
privilegiada o exclusivamente por la prohibición y no por el fomento de la responsabilidad.
Los que trabajan con adolescentes y jóvenes saben cuál es el efecto de muchas de
estas prohibiciones tenaces cuando provienen de los adultos: justamente el
efecto contrario del que verdaderamente se busca.
La
Convención sobre los Derechos del Niño (CDN) postula a los adolescentes como
ciudadanos, es decir, como sujetos que tienen derechos y responsabilidades, que
merecen protección y garantías, que se supone que gozan del respeto de su
propia autonomía, una autonomía que se hace preciso fomentar a medida que ellos
crecen, como base del aprendizaje constante que conformará a los futuros
ciudadanos adultos, como un conglomerado de valores que no puede afianzarse si
no se lo hace sobre un suelo de comprensión, escucha y diálogo.
El
carácter directivo y moralizante de muchos mensajes que circulan por los medios
de comunicación social en relación con la cuestión de las drogas, en general,
infantiliza a los adolescentes y jóvenes “minorizándolos” como sujetos
incapaces de resolver situaciones íntimamente relacionadas con sus propias
vidas. Y es por ello que la supuesta defensa de un derecho, el de la salud, muchas
veces termina recortando el ámbito de otros derechos, derechos que son de igual
importancia que el derecho a la protección de la salud. Por lo tanto, plantear
específicamente la cuestión de apuntar a desdemonizar la sustancia, dando un
lugar central a las personas y su responsabilidad en el cuidado de la salud, fijando otras estrategias más indirectas de
intervención son acciones que pueden contribuir a tratar el problema, sin
restringir los derechos de los que gozan los jóvenes y los adolescentes,
ciudadanos con derechos y responsabilidades.
Para ejercer el derecho a la salud hay que
estar informados y tener espacios en los que se puedan formular todas las
preguntas necesarias; compartir lo que sabemos y lo que no sabemos; expresar lo
que nos preocupa y lo que pensamos. Ese es el mejor programa de prevención.
La educación y la promoción de la salud van
mucho más allá de las prohibiciones. Lo importante es que los jóvenes y
adolescentes tomen conciencia de que cada uno es un sujeto de derecho y que,
por lo tanto, tiene derecho a valorarse y a ser valorado como persona y como
parte de un grupo social. Y que parte importante de esa valoración es la de la
propia salud.
Los factores protectores de la salud son
capacidades que mejoran las respuestas de la persona ante una situación de
peligro.
A estos factores protectores también se los
llama conductas resilientes.
La resiliencia es la capacidad del ser
humano de manejar la adversidad y de ser incluso fortalecido por ella. Esta
capacidad no es hereditaria, sino que se aprende y se construye. Es la
capacidad que permite a una persona, grupo o comunidad, minimizar o
sobreponerse a los efectos nocivos de la adversidad y a partir de ella
fortalecer sus vidas.
Para el cuidado de la salud desarrollamos
habilidades protectoras, es decir que fortalecemos nuestras capacidades
resilientes, por ejemplo mediante la introspección (reflexión sobre los propios
pensamientos y sentimientos).
Shalom, Héctor y otros. Los jóvenes y sus derechos. Saber para
actuar, exigir y denunciar. Lugar Editorial. Ministerio de Educación. 2004.
P. 58-63.